Jueves, 25 de Abril 2024
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El misterio de Dios, Uno y Trino

El cristiano del siglo XXI, como los cristianos de los veinte siglos anteriores, cree y proclama su fe en un solo Dios, único en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo

Por: EL INFORMADOR

     El cristiano del siglo XXI, como los cristianos de los veinte siglos anteriores, cree y proclama su fe en un solo Dios, único en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
     Esto los distingue de los filósofos paganos, entre ellos Platón, que llegaron por laboriosa reflexión y con el solo auxilio de la inteligencia, a encontrar a Dios, el Uno, el principio de cuanto existe, el Creador, el Ordenador.
     Este es el drama que divide al pueblo judío: la cuestión fundamental que separa al cristiano del judío y del musulmán, es que ellos profesan la fe en el Dios único. El dogma establecido firmemente en Israel es el monoteísta: “Yahvé es nuestro Dios; Yahvé es uno” (Deuteronomio 6, 4), frase que a toda hora repite el piadoso israelita.   
     Igualmente el creyente musulmán adora a un solo Dios y le llama Alá.
     El cristianismo también es monoteísta: cree y adora a un solo Dios, Dios único revelado, manifestado a los hombres en tres personas: “La vida eterna es que te conozcan a tí, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado” (Juan 14, 3).

Misterio revelado por Jesús

      San Pablo --en su carta a los gálatas, los cristianos de Galaxia-- abre a la luz el sentido profundo del misterio del Hijo de Dios al hacerse hombre: “Mas al llegar a la plenitud de los tiempos envió Dios a su hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción” (Gal. 4, 5).
     Este es el plan eterno de Dios: enviar a su propio Hijo a este mundo, para rescatar al género humano. Tan grande es este hecho, que el misterio de la Santísima Trinidad, oculto durante siglos enteros en las profundidades de los secretos divinos, se reveló con el advenimiento de Cristo. “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres, por ministerio de los profetas; últimamente en estos días nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos” (Hebreos 1, 2, 2).
     El Mesías esperado llegó. Él era la luz. San Pablo le comunicó así a su discípulo Tito, que quien apareció es el Hijo de Dios:  “Apareció a todos los hombres la gracia de nuestro Dios y Salvador” (Tito 2, 11), “Han aparecido la benignidad y la humanidad de Dios nuestro Señor” (Tito 3, 4).
     San Juan pone en claro todo al iniciar su evangelio: “Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 1; 1, 14).
      La gran misión del Señor Jesús en su vida pública, fue manifestar su divinidad al mundo. “Para que crean en el que me envió” (Juan 18, 41), “Salí del Padre y vuelvo al Padre” (16, 28).
     Todo el mensaje del Nuevo Testamento es el Hijo igual al Padre. “Es hacer la voluntad del que me envió” (Juan 4, 31).
     Y en la despedida triste y solemne de la última cena, ante la tristeza de sus apóstoles, les anuncia y promete un abogado, un consolador: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hacia la verdad completa” (Juan 16, 13).

“Vayan pues, enseñen a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”

     Estas fueron las últimas palabras del Señor Jesús, ya que los apóstoles no volverían a escuchar aquella dulce voz. Luego siguieron ellos, y tras ellos han seguido los enviados “discípulos y misioneros”, derramando el agua sobre incontable número de hombres afortunados por ese don divino, ese nuevo nacimiento que cambia de ser simplemente una criatura, al elevado honor y gracia de ser hijo de Dios y heredero de la vida eterna.
     En la vida de algunos santos se cuenta que más recordaban el día de su segundo nacimiento --el bautismo, filiación divina--, que su llegada como seres humanos a este planeta.
     Un sacerdote anciano registraba con gozo y gratitud el número de bautismos que había administrado en su largo ministerio.
     Y en los anales de la conquista espiritual de estas tierras de la Nueva España, se relata que uno de los doce misioneros de la barcada de 1521,  Fray Toribio de Benavente --quien se dio a sí mismo el apodo o nuevo nombre “motolinía”, es decir pobreza, palabra que con que en Tlaxcala los naturales calificaron su aspecto humilde--, él solo con su mano bautizó a más de cuatrocientos mil, a quienes primero adoctrinó para llevarlos a la salvación en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, luego que dejaron a sus divinidades, sus ritos y el culto sangriento.
     Millares y millares de generaciones han nacido a la gracia de hijos de Dios, al ser bautizadas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Este es el inicio, sacramento, primera piedra del edificio de la santificación.

“Dios es el que todo lo ha creado,
el que lo gobierna todo
y para el que todo ha sido creado”

     El Padre es la fuente de todos los bienes; fuente inagotable; todo es una prueba, un testimonio de la bondad paterna de Dios; todo viene de Él.
El Hijo manifiesta al Padre, comunica incansablemente la gloria del Padre; el Hijo ha llegado a mostrar la misericordia, el amor del Padre, “a fin de que el mundo sepa que yo amo al Padre y obedezco los mandatos que el Padre me ha dado”.           
     El Espíritu Santo es el Consolador, el prometido, Dios, tercera persona de la Augusta Trinidad que llega hasta el interior, invisible y eficaz, en las mentes y en las voluntades de los creyentes.
     Es la fuerza que lanzó a los apóstoles a las plazas, a las calles, a los caminos del mundo, para revolucionar a toda la gente con una grande noticia: “No somos huérfanos”. Dios es nuestro Padre y ha enviado a su Hijo para que tú y todos también sean hijos. El Espíritu vivificante llena el Universo. “En aquel tiempo yo derramaré mi Espíritu sobre toda carne, profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes tendrán señas y nuestros ancianos verán visiones”.
     Esta es la gran familia que va hacia el Padre, guiada por el Hijo, iluminada y fortalecida por el Espíritu Santo.

“Gloria al Padre
y al Hijo y al
Espíritu Santo”

     Todos los ritos, todos los rezos, todos los cantos del cristianno dejarían de tener sentido, si la comunidad peregrina no levantara una alabanza continua con los labios, con el corazón, con la vida, al Dios único en tres personas.
Ser cristiano es convertir en vida el misterio amoroso de la Trinidad, que despliega en el mundo su infinita misericordia.
     La vida de Dios en el cristiano es invisible y eficaz, y esa presencia opera en la profunda transformación de vidas.
     El inicio con el bautizo en nombre de las tres divinas personas, es el punto de partida en la ascensión en el camino de la santidad, en el sendero de la salvación. Aceptar esta vida es salvarse. “El que crea y se bautice será salvo” (Marcos 16, 16).
     Por eso la aceptación del misterio de la Trinidad no es principio abstracto, desconectado de la vida del hombre, sino una verdad necesaria para la salvación.
     Este es el motivo por el cual el cristiano realiza todas sus acciones y recibe todos los sacramentos. El cristiano en cualquier sitio, profesión o estado forma parte de una familia que manifiesta y publica, con su fe y su vida, la presencia de Dios enmedio de su pueblo.
     Y con la vida proclamar la fe en el Misterio, en un continuo gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Pbro. José R. Ramírez

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