Viernes, 26 de Abril 2024
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Ciudadanos de la ciudad temporal

Para el cristiano la fe es luz, y acepta que esta vida no termina, sino que se transforma

Por: EL INFORMADOR

Todos nosotros hemos sido perdonados, ninguno de nosotros, en su vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. EFE / OSSERVATORE ROMANO

Todos nosotros hemos sido perdonados, ninguno de nosotros, en su vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. EFE / OSSERVATORE ROMANO

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA
Lectura de la profecía de Malaquías (3,19-20):

“Los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

SEGUNDA LECTURA
Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses (3,7-12):

“Trabajen con tranquilidad para ganarse el pan”.

EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según San Lucas (21,5-19):

“Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra”.

GUADALAJARA, JALISCO (13/NOV/2016).- Aquí, en este globo de colores llamado Tierra, en este planeta que siempre gira y gira en torno a esa ardiente estrella que se llama Sol, todos los días y a todas horas nacen seres humanos para ocupar un espacio durante un tiempo determinado.

Ellos sufren y gozan, construyen y destruyen, llegan y pasan; dejan -los más sin quererlo- este estilo de ser y de vivir, aunque amarga les haya parecido su estancia llamada vida. Llegan y se van. En el éxodo inacabable, en el peregrinar hacia la tierra prometida, la ciudad celeste. Todos viven con el anhelo, la esperanza -clara a veces, entre tinieblas también- de tener otra vida después de ésta, más allá donde ya no hay ese tiempo, viento veloz que los arrastró a su ritmo de días y noches, noches y días. Para el cristiano la fe es luz, y acepta que esta vida no termina, sino que se transforma, cambia hacia otra vida y que, disuelta esta morada terrenal, ya está preparada una mansión eterna en el cielo.

Dos ciudadanías tiene el cristiano: aquí y más allá. Mientras está en el tiempo, mucho tiene que hacer San Pablo exhortó a los habitantes de Tesalónica, a trabajar Les dice cómo él siempre ha trabajado: “Cuando estuve entre ustedes, supe ganarme la vida y no dependí de nadie para comer; antes bien, de día y de noche trabajé hasta agotarme, para no series gravoso”.

El creyente siempre debe trabajar en la construcción de la ciudad terrena. Guiado por sano humanismo, el humanismo cristiano ha de amar al hombre con amor de servicio; la verdadera caridad evangélica es ésta; y sin discriminaciones, poner sus facultades y su tiempo para que él y todos tengan lo necesario para llevar una vida verdaderamente humana. Además, luchar para que todos tengan libre acceso a fundar una familia; el derecho al trabajo, a la cultura, a la información, a la libre asociación, al salario justo, los recursos para la salud, la educación de los hijos, el ocio y el descanso.

El cristiano se ha de formar con una visión exacta de las realidades temporales, mas todo se ha de poner para fomentar un progreso integral. Mientras sea ciudadano en la Tierra, se ha de entregar a la tarea de construir un mundo más humano, como exigencia de su fe.

No ha de inspirarse en criterios materialistas: ambición, dominio de los demás, acumulación innecesaria de riquezas. Su tarea es servir.

La Constitución Gaudium et Spes (Gozo y Esperanza) del Concilio Vaticano II, en el número 43 expone ampliamente este tema: Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales, haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios” Ciudadanos de la ciudad eterna.

El cristiano, ciudadano de dos ciudades -o si se quiere, hombre de dos reinos: uno mientras va y otro cuando ha llegado-, mientras va, trabajará para el reino terreno, la ciudad temporal, pero sin perder de vista que está hecho para poseer la ciudad eterna.

José Rosario Ramírez M.

Catequesis del Papa Francisco sobre la importancia del perdón

Hemos llegado al cierre del Año Jubilar de la Misericordia. Fue un año donde la Iglesia Católica puso énfasis en el perdón que Dios nos otorga a cada uno de nosotros, por todas las ocasiones en que no hemos querido aceptar su Evangelio de amor, cercanía y humildad, hacia nosotros o a nuestros hermanos. El lema de este Año Santo: “Misericordiosos como el Padre”. Se trata de un compromiso de  vida.

El Señor enseña que la perfección consiste en el amor. En esta misma perspectiva, San Lucas precisa que la perfección es el amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección radican en la misericordia. Cierto, Dios es perfecto. Todavía, si lo consideramos así, se hace imposible para los hombres alcanzar esta absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite comprender mejor en que consiste su perfección y nos impulsa a ser como Él llenos de amor, de compasión y misericordia.

Dios es como un padre o como una madre que ama con un amor infinito y lo derrama con abundancia sobre toda creatura. La muerte de Jesús en la cruz es el culmen de la historia de amor de Dios con el hombre. Un amor tan grande que sólo Dios lo puede realizar. Es evidente que, relacionado con este amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será en defecto. Pero, ¡cuando Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, no piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia.

Y la Iglesia no puede dejar de ser sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todo tiempo y hacia toda la humanidad. Todo cristiano, por lo tanto, es llamado a ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino a la santidad.

La misericordia se expresa, sobre todo, en el perdón, Jesús no pretende alterar el curso de la justicia humana, todavía recuerda a los discípulos que para tener relaciones fraternas se necesita suspender los juicios y las condenas. De hecho, es el perdón el pilar que sostiene la vida de la comunidad cristiana, porque en ella se manifiesta la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado primero.
¡El cristiano debe perdonar! Pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado.

Todos nosotros hemos sido perdonados, ninguno de nosotros, en su vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. Y porque nosotros hemos sido perdonados, debemos perdonar. Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados de tantas ofensas, de tantos pecados. Juzgar y condenar al hermano que peca es equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador rompe la relación de fraternidad con él y desprecia la misericordia de Dios, que en cambio no quiere renunciar a ninguno de sus hijos. No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no estamos por encima él: al contrario tenemos el deber de rescatarlo a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión.

Cuánta necesidad tenemos todos de ser un poco misericordiosos, de no hablar mal de los demás, de no juzgar, de no “desplumar” a los demás con las críticas, con las envidias, con los celos. ¡No! Perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el amor y donar. Esa –caridad y este amor- permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida de Él, y de reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que ellos –es decir, nosotros- practicamos en la vida se refleja así aquella Misericordia que no tendrá jamás fin.

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