Viernes, 26 de Abril 2024
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'Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos'

La santidad tiene un difícil camino de ir contra la corriente del mundo

Por: EL INFORMADOR

Los discípulos habían discutido sobre quien de ellos era el más importante. ESPECIAL /

Los discípulos habían discutido sobre quien de ellos era el más importante. ESPECIAL /

LA PALABRA DE DIOS

Primera lectura

Lectura del Libro de la Sabiduría (2,12.17-20):

“Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada…”.

SEGUNDA LECTURA

Lectura de la Carta del Apóstol Santiago (3,16–4,3):

“Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males. La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz”.

EVANGELIO

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (9,27-35):

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

GUADALAJARA, JALISCO (20/SEP/2015).-
En este domingo vigésimo quinto ordinario del año, en el capítulo noveno del Evangelio de San Marcos, el Señor Jesús, el Hijo de Dios, marca con meridiana claridad la antítesis radical entre el mensaje de salvación —la buena nueva, su palabra— y las apetencias del mundo.

No puede existir mezcla, como no la hay entre el agua y el aceite. Ante las dos cartas, solo queda una disyuntiva: o con Cristo o contra Cristo. “el que no está conmigo, está contra mi”.

Como cada época de la vida marca sus características, sus inclinaciones, sus apetencias y sus satisfactores, en las últimas décadas del siglo que recién pasó y en estos años del presente, la confusión, si no generalizada, si manifiesta en muchos aspectos, es la dudosa línea divisoria entre el bien y el mal.

El tema profundo expuesto por el Señor, lo matizó con el segundo anuncio de sus ya cercanas pasión y muerte y luego la resurrección al tercer día.
Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea… en su ambiente de intimidad Jesús les comunica algo que los confunde, que los turba: “El Hijo del hombre va a ser entregado en mano de los hombres, le darán muerte y tres días después de muerto resucitará”.

Los mismos 12 discípulos necesitaban de esa revelación, porque en sus mentes todavía no se había hecho la luz; prueba de ello fue que el Señor los sorprendió y un a vez en casa, en Cafarnaúm, les preguntó:” ¿de qué discutían por el camino?”; pero ellos se quedaron callados. La verdad es que habían discutido sobre quien de ellos era el más importante.

Los 12 discípulos no eran todavía inmunes a esas pasiones, esos sueños de grandeza, de poder, siempre origen de divisiones, de discordias, de maldades, de crímenes. Querían ser importantes y el tema de su discusión era el poder, porque en todos los hombres hay un oculto, o manifiesto, apetito.

Descubiertos, avergonzados, no tuvieron palabras. El Señor no les reprendió, no eran culpables sencillamente.

La santidad tiene un difícil camino de ir contra la corriente del mundo. Los que toman parte por seguir a Cristo se empeñan con denuedo en vivir conforme el Evangelio, con una profunda distinción entre placer y felicidad. San Francisco de Asís, entre la disyuntiva de seguir siendo hijo del rico Pedro Bernardone y disfrutar de riquezas y placeres, o ser Hijo de Dios, encontró la felicidad en la pobreza, en la sencillez, en los trabajos, en el desprendimiento.

Muchos en más de veinte siglos de cristianismo, han encontrado la felicidad en la generosa renuncia a los halagos del demonio, el mundo y la carne.
Hay una virtud poco cultivada: la sencillez. “La sencillez es una fuerza que vence todas las astucias”. La prudencia es una cara de la sencillez. Mas la plenitud no está solo en la sencillez, sino en el amor y el amor hecho servicio. Por eso el maestro concluye que sea el último quien quiera ser el primero, y además, el servidor de todos.

José Rosario Ramírez

El servicio, signo de grandeza


El capítulo que presenta el libro de la Sabiduría, describe al “malvado”, mas que por acciones concretas, por la ideología que maneja. Tomando en cuenta el ambiente griego en que se escribe este libro, se entiende por qué se le da importancia a la ideología. La maldad, en su más pleno sentido, es algo más que las fallas humanas, es decir, aquellas que se comenten sea por debilidad, o sea por error. El mal tiene su origen en el razonamiento equivocado del hombre, el cual llega a formar una ideología.

Envidia, ambición, deseo desordenado de los bienes temporales y egoísmo son el origen de las guerras y todo tipo de males que dividen a los hombres. Santiago denuncia la conducta avariciosa de algunos miembros de la comunidad que, al no obtener lo que desean, se irritan y encolerizados cometen grandes sufrimientos a otros. ¿Cómo podrán entonces vivir con sus hermanos? ¿Cómo podrán ser autentica su oración si no están dispuestos a humillarse para superar sus defectos? Por eso, el cristiano debe tener presente que la lucha contra las pasiones ha de ser constante. Algunos no son capaces de superar un estilo mediocre de vivir y siguen esclavizados a su pecado. A éstos, el autor les revela lapidariamente dónde está la raíz de su problema: no consiguen de Dios lo que piden —si es que lo piden— porque su oración no es limpia, sino que está llena de egoísmo.

La discusión de los discípulos por el camino muestra una vez más que aún no entienden al Maestro. Cuánto les cuesta asimilar las lecciones de la renuncia, la cruz y la negación a sí mismos. La búsqueda de los primeros lugares es lo contrario de los valores del Reino que Jesús le ha ido inculcando: trata de irles descubriendo el valor de lo sencillo, del servicio y de la humildad. Sin ponerse en contra de la jerarquía, que cualquier grupo humano requiere, la coloca en un plano totalmente nuevo: el que quiera ser el primero, que sea el último, es decir, el que sirve. Ésta es una regla de oro de la convivencia y del intercambio social. Seamos cruces vivas, es decir, entreguemos nuestras vidas con Cristo, por él y en él; sólo en el servicio estará nuestra alegría.

¿Paradoja?

Son tres las dimensiones que conforman al ser humano: la física, la psicológica y la espiritual, y éste tiene que aspirar a alcanzar la madurez en las tres dimensiones, la madurez integral.

Hablando de la dimensión espiritual, se tiene que alcanzar el grado máximo que esté en armonía con las dimensiones restantes de la persona humana, cosa que se alcanza viviendo una relación estrecha con nuestro Creador y Salvador, con nuestro Dios, a través de todos los medios que Él mismo, por su Espíritu que vive en nosotros desde nuestro bautismo, nos ha dado: la oración personal y comunitaria; los sacramentos; la lectura, meditación y reflexión de la Palabra de Dios; la práctica de la caridad, encontrándolo en los demás, especialmente en los más necesitados; en las obras de la creación; en los acontecimientos cotidianos, etc.

Lo curioso de esto último, y tal vez le podríamos llamar ‘paradójico’, es que dicha madurez se logra en la medida en que la persona se conserva niño; sí, niño o niña, ¡pero atención!: a los ojos de Dios, no a los ojos del mundo y, repetimos, sólo en la dimensión, en el ámbito del espíritu.

Si en los aspectos físico y psicológico la meta es llegar a esa madurez que se manifiesta en un cuerpo adulto desarrollado y armónico y una mente equilibrada y plena de capacidades adultas, en el espiritual la meta es conservar precisamente un espíritu infantil.

Un espíritu de niño, en armonía con un cuerpo y una mente adultas y equilibradas, serán los que conformen al cristiano al estilo de su Maestro, aquel que podrá vivir como Él, y conforme a su plan de amor y salvación.

El cristiano que conserva ese espíritu infantil, es aquel que es humilde y manso de corazón; que es sencillo y puro, no obstante la edad que tenga; que acepta la voluntad de Dios, y se conforma con lo que tiene; que vive en paz, tranquilo, libre de afanes y preocupaciones; que trata a los demás con amor, respeto y cariño; y sobre todo, es aquél que confía total, absoluta y ciegamente, en su Padre Dios, por lo que lo obedece incondicionalmente; por todo ello, es capaz de dirigirse a Él, no sólo de esa manera, sino también como ‘Papá’, ‘Papacito’, ‘Papito’, ‘Papi’, lo que equivale a la expresión que usaba Jesús para dirigirse a su Padre del cielo: ‘Abba’.

El Evangelio de hoy nos habla de la importancia que Jesús daba a los niños y nos remite a sus propias palabras: “El que no se haga como niño, no entrará en el Reino de los cielos”(Mt. 18, 3).” Que las palabras de Jesús y esta reflexión, nos ayuden a ‘reconstruir’ él niño que todos llevamos dentro, pidiéndole a Dios nos dé un espíritu y por ende un corazón infantil, poniendo nosotros lo que está de nuestra parte, lo que significa comenzar por actuar como niños ante Él, para que podamos descubrir su amor de ‘Papá’, y entonces tener la seguridad de que iremos algún día a compartir con Él ese Reino. Si todos los cristianos lo hiciéramos, el mundo también se reconstruiría.

Francisco Javier Cruz Luna

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