Martes, 19 de Marzo 2024
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La triple crisis de Peña Nieto

La crisis de credibilidad, de proyecto y de estilo de gobernar se profundizan tras la fuga del Chapo

Por: EL INFORMADOR

Para recuperar credibilidad, Peña Nieto debe traicionar su estilo y tomar decisiones de fondo sobre su proyecto. EL INFORMADOR / S. Mora

Para recuperar credibilidad, Peña Nieto debe traicionar su estilo y tomar decisiones de fondo sobre su proyecto. EL INFORMADOR / S. Mora

GUADALAJARA, JALISCO (19/JUL/2015).- La fuga del “Chapo” representa para Enrique Peña Nieto la manifestación más viva de una “tormenta perfecta”. Las pifias de la Presidencia se suceden una detrás de otra, y Peña Nieto se percibe ausente. Como asombrado ante su vertiginosa pérdida de credibilidad, Peña Nieto no logra articular una narrativa que le dé cierto oxígeno en estos momentos críticos.  Es como si ya no se esperara algo más de este sexenio y del proyecto de la Presidencia. De su crisis política hablan los cartonistas y los memes en redes sociales, pero la respuesta oficial siempre es tardía, dispersa y desatinada. No hay una voz que defienda el proyecto presidencial, no hay alguien que apueste por la reconstrucción de su proyecto político.

Es como si Ayotzinapa, Tlatlaya y la Casa Blanca fueran “golpes mortales” que diluyeron la credibilidad del Presidente de la República, que lo convirtieron en un rehén de la coyuntura. Peña Nieto no sólo enfrenta una crisis, sino la articulación de al menos tres crisis que golpean el núcleo de su proyecto y lo tienen “contra las cuerdas” a menos de la mitad del sexenio.

Crisis de credibilidad

La más seria de las crisis por las que atraviesa Peña Nieto es sin duda la crisis de credibilidad. Ésta lo empaña todo: el proyecto político, las respuestas oficiales y hasta la investidura presidencial. El Gobierno toma el micrófono, da su versión y muy pocos la asumen como verdadera. La credibilidad es el cimiento de todo en política. Tras la fuga del Chapo, la encuestadora Consulta Mitofsky reveló que 89% de los mexicanos cree que la causa de su escape es la corrupción de las autoridades federales y prácticamente 85% considera que la violencia en México aumentará o seguirá igual. Asimismo, de acuerdo a BGC, 60% de los mexicanos considera que el crimen ya rebasó a Peña Nieto. Un porcentaje tan alto de desconfianza en la capacidad del Gobierno para enfrentar a los delincuentes no tiene parangón en los últimos años, ni siquiera cuando Felipe Calderón enfrentó los momentos más críticos de la escalada de violencia en el país. Así, de acuerdo a la misma casa encuestadora, la aprobación del Presidente se encuentra en un mínimo histórico: 39%. El conjunto se las encuestadoras, antes de la fuga del Chapo, se movían en un consenso en torno a la aprobación presidencial de entre 35 y 40 por ciento.

Los estudios demoscópicos presentan estas tendencias: la confianza en el Presidente se viene derrumbando desde 2014. Ya no solamente es el bloque de opinión “antipriista” el que reniega del proyecto presidencial y descree de las acciones futuras de su titular, sino que también hay segmentos priistas que no ven cómo Peña Nieto será capaz de enderezar el rumbo. Y es que si bien Ayotzinapa y Tlatlaya son episodios lamentables que revivieron los fantasmas del pasado, la fuga del Chapo constituye un golpe letal al resorte más importante que sostenía la credibilidad presidencial: la eficacia. La Casa Blanca golpeó la dimensión ética de la administración de Peña Nieto, pero la fuga del capo sinaloense constituye un duro revés al centro de la credibilidad del proyecto político presidencial. Pasamos del escepticismo y el beneficio de la duda de algunos, a la franca decepción de una Presidencia incapaz de mantener al capo más peligroso del mundo detrás de las rejas. Es para Peña Nieto un knock-out técnico, en un momento en donde tras las elecciones intermedias buscaba relanzar su proyecto político.

Crisis de proyecto

La crisis de credibilidad se acompaña de una crisis de proyecto. El proyecto de Peña Nieto no mostró ambigüedades, siempre apostó por las reformas. La narrativa era fácil de digerir: el país no avanza porque no se han logrado aprobar las reformas estructurales que sirvan como plataforma de despegue económico. Buena parte de la opinión pública siempre tuvo ese diagnóstico, un país competitivo pasa por romper los oligopolios económicos y articular distintas herramientas para tener un Estado que sepa regular.

Sin embargo, ahora ese proyecto presidencial luce extraviado y no tiene quien lo defienda. Ayotzinapa y Tlatlaya demostraron que las reformas impulsadas, si bien muchas de ellas necesarias, había otras más urgentes que se guardaron en el baúl de los proyectos futuros. ¿Son las reformas una solución a las violaciones sistemáticas de derechos humanos? ¿Son las reformas un antídoto para evitar que los criminales penetren las estructuras de Gobierno? ¿Son las reformas adecuadas para evitar la corrupción de la clase política?

Es así como el proyecto reformista comienza a lucir desalineado y sin capacidad de convencer a nadie, cuando la realidad y los discursos se separan sin aparente camino de reencuentro. Cuando el Presidente habla de la corrupción como un mal cultural o de la necesidad de “dominar la naturaleza humana”, y en la práctica vemos que la sospecha de corrupción afecta a las esferas más altas del Gobierno, la incredulidad crece. No puede haber proyecto exitoso sin credibilidad, sin un sostén social mínimo, y Ayotzinapa, Tlatlaya, la Casa Blanca y el Chapo, han demostrado que la crisis está en otro lado. Los resultados de la última elección parecen advertir que los ciudadanos ven el reformismo no en el mercado o en la regulación del Gobierno, sino en el sistema de partidos. Hay un proyecto alternativo: el sistema político y de partidos como el origen de los problemas, y no como la solución a ellos. Un campo en donde Peña Nieto no ha sabido moverse.

La crisis de un estilo de gobernar

Los gobernantes tienen siempre un estilo. Su estilo es su virtud y a la vez su vicio. Constituye una fortaleza, pero al mismo tiempo una “camisa de fuerza”. Le pasa a Merkel, a Hollande o a “Lula”. Son esclavos de su estilo, que puede ser funcional en coyunturas, pero muy dañino en otros momentos críticos. Es lo que sucede con Peña Nieto: es prisionero de su estilo. Ese talante pactista, reflexivo y protocolario que sirvió para articular el Pacto por México y empujar un paquete de reformas con mayorías muy amplias, es el mismo estilo que ahora lo traiciona. Lo traiciona porque no le permite “cortar cabezas” y sacudir a su equipo de trabajo. No importa quién es el responsable de la crisis por la que atraviesa su Gobierno, no prescinde de nadie. Se la juega con su mismo equipo. No importa que haya una guerra abierta al interior del gabinete-como plasmó Raymundo Riva Palacio en su columna de esta semana-, no vemos ni entradas ni salidas. Asimismo lo traiciona porque no le permite ser más cercano, abrirse a los medios, conceder entrevistas y salir de lo acartonado y monótono que es su comunicación política.

Ése es Peña Nieto. El ex gobernador del Estado de México que fue capaz de hacerse de una mayoría legislativa tanto en Toluca como en San Lázaro, a base de arreglos políticos y económicos. Sin embargo, es también el político que no sabe reaccionar ante crisis, que le faltan reflejos y luce desarmado ante cualquier contratiempo. Su estilo lo empuja a reaccionar de la misma manera, con la fórmula que en algún momento le permitió dominar la agenda pública. Tragedia en Ayotzinapa, respuestas: negarlo,  asumirlo y proponer el decálogo de las reformas. Casa Blanca, respuestas: negarlo, asumirlo y proponer cambios en la Secretaría de la Función Pública. El “Chapo” va por el mismo camino, no hay cambios en el círculo cercano al Presidente, y tampoco manda un mensaje de responsabilidad política por lo ocurrido. ¿Es posible que el Presidente recupere la confianza y la credibilidad cuando no está dispuesto a cambiar a su equipo ante las crisis? ¿Es posible que el Presidente recupere la credibilidad cuando el Secretario de Comunicaciones y Transportes sigue en su puesto después del fiasco en la licitación del tren Querétaro-México? ¿Es posible que el Presidente recupere la credibilidad cuando el responsable directo de los penales, Miguel Ángel Osorio Chong, continúa en Gobernación sin asumir responsabilidad por la fuga del criminal más buscado del orbe?

La confianza y la credibilidad se construyen, se ganan y se pierden, pero cuando se pierden cuesta mucho recuperarlas. Para ello, Peña Nieto debe traicionar su estilo y tomar decisiones de fondo sobre su proyecto. Las respuestas no están en los congresos, ni en las reformas, ni tampoco en los pactos políticos. La agenda en México pasó de la inseguridad con Felipe Calderón, a la economía en los primeros meses del sexenio de Peña Nieto, y ahora a la corrupción. No hay reforma eficaz ni arreglo institucional que valga, mientras se sospeche que las licitaciones están amañadas; que las prisiones son estructuras públicas al servicio de los criminales; que la policía está infiltrada hasta la médula, que el narco ha logrado colocar operadores clave en municipios, y que la corrupción afecta a la clase política y mancha cualquier apuesta para la construcción de un país mejor. La crisis de credibilidad ha puesto contra las cuerdas a mandatarias como Bachelet en Chile, que reaccionó con una remodelación completa de su gabinete, o a Rousseff en Brasil que sigue sin reaccionar de fondo y que su popularidad es la más baja de América Latina (15%). La corrupción es el cáncer que carcome la credibilidad y la confianza en los políticos y en la clase gobernante. Peña Nieto ha demostrado que es incapaz de la mínima reacción ante las crisis, y que tras la fuga del Chapo parece un espectador más que mira con asombro el derrumbe de su proyecto.

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