Miércoles, 24 de Abril 2024
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Durango: sus leyendas y tesoros

La gastronomía, limpieza y belleza de la ciudad son las principales cartas con que buscan encantar a los visitantes

Por: EL INFORMADOR

Firmamento. Las cúpulas de la catedral de Durango observan el ir y venir de los habitantes y visitantes de la urbe.  /

Firmamento. Las cúpulas de la catedral de Durango observan el ir y venir de los habitantes y visitantes de la urbe. /

GUADALAJARA, JALISCO (04/MAY/2014).- rancamente no nos esperábamos encontrar tanta cosa en la Ciudad de Durango; ni tampoco en sus alrededores. Es feo decirlo pero —tontamente— en nuestra mente sólo existía el recuerdo de una ciudad norteña, árida y descongraciada.

Ni modo. Me apena decirlo y no voy a negarlo; pero tampoco negaré la agradable sorpresa que fue encontrarme con una hermosa ciudad colonial, limpia, educada y llena de cosas interesantes; llena de leyendas y de historias de su efervescente vida actual, tejidas entre las bien cuidadas casonas antiguas de su impecable centro histórico.

Posiblemente parecerá banal comenzar a describir la ciudad hablando de una cremería. Pero no me importa. Alguien nos había mencionado que no debíamos dejar Durango sin probar un sandwich de roast beef en la Cremería Wallander. ¿En una cremería? ¿Un sandwich? No. No nos late, dijimos.

Y… como la curiosidad mató al gato… no pasaba la media hora de nuestra caminata del mediodía, cuando “casualmente” encontramos aquella, no digo cremería, sino un verdadero museo de cuanta cosa tentadora comestible se pueda imaginar. Panes salados, dulces, quesos de todos tipos, embutidos, carnes frías y… “me da por favor un sandwich de roast beef…”  fue la única frase que pude pronunciar con la boca salivando cual experimento de Pavlov ante la dietética llamada de atención de ya saben quien. A lo que la impecablemente limpia y atenta muchachita que nos atendía, sin más ni más agregó las irresistibles palabras de…  “¿caliente o frío?”... a las que —casi con saña— añadió… “¿Le agrego a su ensalada el aderezo que le corresponde su roast beef?”

Nunca supe qué le contesté. Sólo guardo memoria de estar sentado en una pequeña mesa del impecable patio, con magnífica compañía y a la sombra de una bella enredadera, literalmente sumergido en un bowl de crujiente lechuga, devorando un paraíso de carnes, panes y aderezos, que tan sólo me permitieron llegar al hotel —a unas cuantas cuadras— a tomarme una morrocotuda siesta, soñando con el edén lechugoso, carnoso, sabroso y bien tostado que sin compasión había devorado minutos antes.

Posiblemente exageré un poco; pero… por favor, cuando vayan a Durango no dejen de ir a la famosa Cremería Wallander. Es casi una obligación.

Como siempre; sin reservación alguna; paramos la camioneta lo más cercano a la plaza principal, y caminamos hurgando en uno y otro hotel de los alrededores. Una pequeña callecita peatonal al lado de la catedral nos llamó la atención con sus macetones bien cuidados en el medio. El Hostal de la Monja decía un pequeño letrero al frente. Nos latió… Tranquilo, clásico, balcones, calle peatonal, catedral enfrente, una pequeñísima recepción con una amabilísima (y guapa) recepcionista. Enormes y bien puestos cuartos de corte antiguo, de techos con vigonas de madera, cortinas de visillo y limpieza impecable…  “De aquí somos” dijimos.

Las enormes torres de la catedral —al despertar de la siesta— ya se pintaban de… qué diré: de azul, de amarillo, de rosa y hasta con algunos tintes de un color francamente rojo, que bien me decían que son clásicos de los atardeceres de Durango, cuando… —nosotros no la vimos— pero dicen los que estaban, que se veía clarita la sombra blanca de la monja Beatriz que, como lo hacía a cada día en que hacía bonito atardecer, iba subiendo a la torre para buscar —cual Madame Butterfly— a su amado Fernando, el oficial francés que la había preñado y que luego —vieja historia— se había perdido en el horizonte de la vida.

Todo iba bien; y la romántica leyenda hacía que fuera más rosa el atardecer, hasta que nos dijeron que la monja Beatriz en su desesperación y desilusionada de las consabidas promesas de amor eterno y esas cosas que ya sabemos, se echó un clavado desde arriba de la torre… con su bebé que estaba a punto de nacer… Por eso es que dicen que su sombra no deja de subir a la torre a cada atardecer.

El final no me gustó. Pero creo que, para paliar un poco sus penas, nos hospedamos en la habitación que lleva su nombre. Al tal Don Fernando —así se llama la habitación de al lado— le mentamos la madre y  dormimos muy en paz.

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