Jueves, 25 de Abril 2024
Suplementos | Los milagros de Cristo son amor ante todo y luego señal o signo de su poder divino

“Si Tú quieres, puedo curarme”

“Seguíale una gran multitud, porque veían los milagros que hacía con los enfermos”

Por: EL INFORMADOR

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Ésta es la breve, humilde y confiada oración de un leproso que pide un milagro.

El milagro es algo que sólo puede venir de Dios. No es un hecho natural, sino sobrenatural. Es sujetar las leyes de la naturaleza, abolirlas; es obrar hasta contra la naturaleza; es hacer un milagro.

Y Cristo hizo muchos milagros. “Muchos creyeron en Él, viendo las maravillas que hacía”. “Seguíale una gran multitud, porque veían los milagros que hacía con los enfermos” (Jn 6, 2).

Los discípulos y las multitudes presenciaron muchos milagros más, todos los cuales obedecieron a un amoroso designio de Cristo. Por compasión; por quitar sufrimientos; por volver la alegría donde había tristeza y llanto; por dar alivio a los pesares. Eso era un motivo para hacer el milagro, y también “para que crean que Tú, mi Padre, me has enviado” (Juan 11, 42).

Los milagros de Cristo son amor ante todo y luego señal o signo de su poder divino.

Tener fe, condición para el milagro

El evangelio dice que cuando Cristo se presentó en la sinagoga de Nazaret, su pueblo, allí no pudo hacer milagros. El que no pudo no debe entenderse como carecer de poder, sino el hecho de que los presentes no creían que el hijo del carpintero José y de María era el Hijo de Dios. No estaban dispuestos a ello. Para ellos no pudo hacer milagros, porque no estaban dispuestos o preparados para recibirlos.

En otras ocasiones el Señor Jesús probaba la fe, como lo hizo en aquella mujer sirofenicia. Curó a la hija poseída por un demonio, pero antes puso una prueba a la madre, al punto de decir que --como ella era extranjera, griega-- los milagros eran primeramente para los judíos, “y las migajas quedaban para los perritos”. Pero la mujer, llena de fe, repuso humildemente que “también  los perritos comen las migajas que caen de la mesa de los señores”.

El Señor tuvo compasión y curó a la hija. Comienza su vida pública

En el capítulo primero de su evangelio, San Marcos narra los inicios de la vida pública de Cristo.

Anuncia la Buena Nueva en las sinagogas, en las riberas del lago Tiberíades, en la montaña y en el atrio del templo de Jerusalén.

Las multitudes acuden a oírlo porque habla con autoridad y no como los escribas, y además de sus manos surgen portentos. Muchos han llegado gimiendo con enfermedades, con sufrimientos, y otros hasta atormentados por malos espíritus... y a muchos los ha curado.

Es compasivo, es misericordioso y tiene el poder de hacer milagros.

Un leproso se abrió paso entre la multitud, y al obrar así quebrantó las leyes del pueblo de Israel,  pero con grande confianza se postró de rodillas ante el Señor Jesús.

La lepra es ahora una enfermedad menos temible que en aquellos tiempos. Tenían a la lepra como incurable y temían su contagio. Ahora es curable, gracias al progreso de las ciencias médicas.

Dos veces era infeliz el leproso: por los sufrimientos físicos y porque era obligado por la ley a vivir apartado hasta de su propia familia. Si pedía limosna, se anunciaba con una campanilla y su canastillo; a distancia debía darle la ayuda. Si desaparecía la lepra, el sacerdote debería darle licencia de volver a los suyos.

Marcos narra que la misma tarde de la curación de la suegra de Simón Pedro, en la puerta de la casa lo esperaba una multitud y curó a muchos. ¿Por qué no a todos los enfermos? No curó a aquellos que no estaban internamente dispuestos, es decir que carecían de confianza, humildad y perseverancia, que son las tres condiciones para alcanzar la gracia del milagro.

Cristo ama a quienes cargan miserias

Un leproso, un ciego de nacimiento, una mujer sorprendida en adulterio, un hombre --Zaqueo-- enfermo de codicia, y otros, no fueron sino algunos de los favorecidos enfermos del cuerpo o del alma que en esos breves tres años de vida pública recibieron curación.

“No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos”, dijo el Señor, y añadió: “He venido a buscar las ovejas extraviadas del pueblo de Israel”.

Muchos milagros tienen siempre tuvieron el signo de la compasión. La suprema ley es el amor, y éste se manifiesta en varias actitudes en distintas acciones: las obras de misericordia, las corporales y las espirituales.

Elocuente y efectivo es el amor, cuando se manifiesta en un acto de misericordia y no en una simple expresión de lástima.

Ya lo dice el refrán castellano: “Obras son amores y no buenas razones”.

Cuando estuvo en su más alto nivel la Teología de la Liberación, algunos seguidores predicaban la justicia, la solidaridad con los desposeídos; pero los importantes eran no los que abrían la boca para orientar, sino los que abrían sus manos para aliviar, socorrer, curar.

Cristo predica con hechos; sus milagros son misericordia, son amor vuelto compasión efectiva.

Ahora como antes

Cristo sigue en la actualidad, con su poder y su compasión, levantando a los caídos, y quita la lepra con la sola fuerza de su amor, de su palabra.

La lepra es símbolo del pecado. La una y el otro desfiguran y destruyen la vida: la lepra hace estragos en la vida del cuerpo, el pecado hace estragos en la vida del alma. Como la lepra, también el pecado es contagioso.

Muchos son muy cuidadosos de la salud del cuerpo, cuidan la alimentación, sus hábitos de vida, sus actividades, la vigilancia y la atención médica.  

En cambio, descuidan la salud del alma, no la alimentan, no la vigilan, ni atienden los riesgos y peligros; no procuran cuidar la salud.

Para que conste, preséntate al sacerdote

Según la costumbre, quien curó al leproso no debía dar el testimonio de que ya podía reintegrarse a la sociedad, a su familia, a la vida ordinaria, sino el sacerdote.

Así en el sacramento de la Reconciliación, o sacramento de la Penitencia o la confesión, es Cristo misericordioso quien quita la lepra del pecado y el sacerdote es instrumento y testigo.

Un norteamericano nacido y educado en el protestantismo y por años maestro en un seminario pentecostal, y también pastor durante años, encontró en la Iglesia Católica la puerta abierta para su conversión, y escribió su experiencia con este título: “Cruzando las fronteras de la fe”. Una motivación fue el Misterio Eucarístico.

Confiesa que el sacramento de la confesión fue en un tiempo un muro como el de Berlín, pero logró derrumbarlo y tiempo después fue constatando la infinita misericordia de Jesucristo resucitado, en dejar en sus apóstoles y sucesores el poder de perdonar, porque el mundo siempre estaría colmado de leprosos, los pecadores, pero allí donde abundó el pecado sobreabundó la misericordia.

Cristo sigue ahora y aquí presente; sigue misericordioso sigue escuchándose su voz: “sí quiero, queda limpio”.

José R. Ramírez Mercado

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