Viernes, 19 de Abril 2024
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Iglesia Peregrina, Triunfante, Purgante

El calendario litúrgico inicia así en el mes de noviembre: Día primero, Solemnidad de Todos los Santos; día dos, Conmemoración de Todos los Fieles difuntos

Por: EL INFORMADOR

El calendario litúrgico inicia así en el mes de noviembre: Día primero, Solemnidad de Todos los Santos; día dos, Conmemoración de Todos los Fieles difuntos.
La Iglesia en fiesta y oración celebra e invoca a quienes ya triunfaron, los que gozan de la vida eterna en la luz sin ocaso en donde todo es vida sin temor, en la visión beatífica de Dios.
La Iglesia los llama santos, y aunque de la inmensa mayoría se desconoce su nombre, los méritos para alcanzar la gloria y sus virtudes los celebra, y les pide intercedan por quienes van y tienen que luchar contra los enemigos externos y el mundo, y el interno, la propia carne.
La Iglesia es peregrina y militante, porque milicia es la vida del hombre sobre la tierra, en la que cada día se ha de luchar, cada día correr para merecer el trofeo de los vencedores.
La palabra “Iglesia” etimológicamente significa “convocación”. Iglesia es el conjunto de los convocados por la Palabra de Dios, los bautizados que creen en Cristo y juntos forman el Pueblo de Dios y se alimentan con el cuerpo de Cristo.
La Iglesia es, al mismo tiempo, visible y espiritual; es el sacramento de salvación fundado por Cristo; es el instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres.

Y también comunión con los santos


El Concilio Vaticano II (1962-1965), en la Constitución dogmática “Lumen Gentium” dice: “Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles, y, destruída la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinos en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras que otros están glorificados, contemplando a Dios mismo, uno y trino, tal cual es”.
Y agrega: “Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diverso, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los que son de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él”. (Lumen Gentium No. 49).
Cuando en la misa dominical la asamblea recita su confesión de fe --o sea el Credo--, dice: “Creo en la comunión de los santos”; así expresa la unidad de los creyentes que forman un solo cuerpo en Cristo, de modo que lo que cada uno hace o sufre en Cristo y por Cristo, da fruto para todos.
El Catecismo Católico así lo dice: “Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos; es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que a todos los une una sola Iglesia”.
El día primero es alegría, es solemnidad, es felicitación a los triunfadores. Los santos son modelos a quienes imitar e intercesores a quienes invocar, y por el misterio de la comunión --común-unión--hay comunicación de bienes.
Por eso los toma el pueblo como abogados; por eso la devoción a los antiguos: el apóstol San Pablo, de hace dos mil años; San Francisco de Asís, de hace ocho siglos; Santo Toribio Romo, de hace ochenta años, y de santos cuyo nombre se ignora, apenas un breve tiempo --nada es el tiempo, comparado con la eternidad--, que han llegado a la casa del Padre.
El dos de noviembre no es solemnidad, ni siquiera fiesta, en la

Conmemoración de todos los fieles difuntos

Conmemorar es hacer memoria, es tener presentes a los familiares y amigos que han ido partiendo; mas recordarlos no con un acto vacío y de sólo sentimiento, sino mediante la fe y la caridad. Por la fe se acepta, también, la unión con ellos --es aquí de nuevo el misterio de la comunión--, y por la caridad ofrece el cristiano el Sacrificio Eucarístico por ellos, y por ellos eleva sus plegarias al Señor.
Así se expresa el Concilio Vaticano II: “La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y también ofreció por ellos oraciones, ‘pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos, para que se vean libres de sus pecados’” (Segundo libro de los Macabeos 12, 45). ‘Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor’” (Lumen Gentium No. 70).
De allí procede la devoción a “las ánimas benditas”, pues ya no oran por sí, ya pasó su tiempo, mas sí pueden orar por sus devotos.

Por este camino

Vivir es caminar. Así, de dominio público es la comparación de la vida con un camino: se empieza al nacer, y con la característica de que ni alto ni retorno tiene: “Este mundo es el camino para el otro que es morada sin parar; mas cumple tener buen tino, para andar esta jornada sin amar. Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos; así que cuando morimos, descansamos”.
Con esta figura, el camino, el hombre es caminante, es peregrino, es romero. Cabe una comparación más: Un grupo de creyentes, de bautizados, sale una mañana temprano de la Catedral tapatía, en romería a la Basílica de Zapopan. Nadie puede dejar de caminar, aunque distinto sea el paso y diferente el ánimo con que caminan. Unos van alegres, cantan, ríen; otros lloran o reniegan, mas todos van.
Por fin llegan al atrio de la Basílica. Allí adentro está Dios en su divina majestad, con innumerables coros de ángeles y arcángeles; allí está María Santísima, la madre del Señor; allí los apóstoles, los mártires, los confesores, las vírgenes, y la multitud de los santos. Músicas y cánticos anuncian la fiesta eterna, la alegría.
Mas los romeros no se atreven a entrar todavía porque miran sus ropas sucias, sus pies cubiertos del polvo del camino. A la fiesta se ha de entrar con traje de fiesta. Aquí, en el atrio han de purificarse.
Puede ser esta comparación la imagen de la Iglesia: es peregrina mientras caminan; es purgante porque limpia de las secuelas del pecado; es triunfante, por el gozo de participar, en compañía de los santos, del destino eterno para el cual el hombre ha sido creado: amar y servir a Dios en esta vida, y verlo y gozarde Él en la otra.

El reino de la vida

Ni individuos, ni colectividades, ni instituciones, han logrado escapar del dominio de la muerte. Junto a cada pueblo hay un cementerio. La vida es una lucha sin tregua con la muerte.
Sin embargo, sobre los cementerios se levanta, dominadora, la vida. El destino del hombre --mucho menos del cristiano-- no es ni puede ser la muerte. Su destino es vivir para siempre.
El cristiano tiene una firme persuasión: la existencia del alma inmortal. El hombre creado a imagen de Dios es eterno en su destino. Dios es padre, el destino de los hijos es compartir eternamente. Además, Jesucristo subió a Jerusalén a enfrentarse con la muerte, y la venció al resucitar glorioso. Cristo, vencedor de la muerte, da la vida a quienes en Él ponen su esperanza: “El que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá” (Juan 11, 2-4).

Orar por los difuntos

San Ignacio de Antioquía, martirizado en el Circo romano el año 107, escribió en su camino al martirio: “Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os halláreis, os acordéis de mí ante el altar del Señor”.
La Santa Iglesia siempre ha enseñado y practicado no el culto a los difuntos, sino la oración por ellos. Es una verdad consoladora que sólo se rompen los vínculos visibles, mas no los invisibles, y así familiares y amigos avivan la unión mediante la oración de los vivos para bien de los difuntos.
Orar por los difuntos es una prueba de fe en que Dios es vida; es una obra de caridad porque es dar, y dar con amor.
El máximo regalo a quienes nos precedieron en el camino es, como la Iglesia lo ha enseñado y practicado, ofrecer el Sacrificio Eucarístico --la misa-- por los fieles difuntos.
En este año el día de conmemoración de los fieles difuntos, mas cuando no es domingo, al sacerdote le permite celebrar tres misas por los difuntos. Así pedirá por sus familiares difuntos, los feligreses que ya partieron y por otras intenciones, y decir así a Dios: “Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetua”. Amén.

Pbro. José R. Ramírez

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