Jueves, 28 de Marzo 2024

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La cola de las tortillas

Por: Paty Blue

Aunque no siempre se recuerdan todas como vivencias amables, muchas son las cosas que se extrañan, cuando se ha vivido en una ciudad como ésta, por más de cinco decenios. Pasar por algunas de sus calles equivale a repasar mentalmente el estado original que guardaban cuando las conocimos y traer también a la memoria lo que vivimos en cada uno de sus cruces y recovecos, cuando había menos carros, menos edificios y, desde luego, menos población presurosa.

Al circular ayer por la avenida del Federalismo, casi a vuelta de rueda por la intensidad vial con que se adorna a ciertas horas, cambié el hartazgo por la añoranza y comencé a recapitular sobre mis mociles ayeres, cuando Santa Filomena no era sólo el nombre de una estación del Tren Ligero, sino del templo que por ahí se ubica y de toda la zona, entonces solariega, hasta donde acompañábamos a mi papá a cargar gas para el camión urbano que operaba. A bordo de la unidad 25, de la línea Circunvalación, totalmente a la disposición del par de chiquillos que corríamos por el pasillo central y cambiábamos de asiento en cada cuadra, el asunto constituía una auténtica y emocionante travesía hasta las orillas de la ciudad.

Con el marido como paciente escucha de mis remembranzas, fui sacando de mi memorioso arcón los días en que aquella capital rúa tapatía era la pacífica calle de Escobedo, en la que apenas podía circular un automóvil, de Sur a Norte. La Avenida la Paz, que en ese punto no existía; el cine Edén, con sus butacas de madera y sus películas del año del caldo; el templo de la Trinidad sin recortar; el Parque de la Revolución, antes de que Juárez lo partiera en dos; la calle de Hidalgo, angosta y de un solo sentido y el montón de casas y changarros que el progreso se arremangó, para abrir paso a la espaciosa pero insuficiente calzada en que hoy se ha convertido.

De los relevantes avances urbanos, quién sabe por qué espasmo mental, pasé a las intrascendentes evocaciones del barrio en el que viví por esos tiempos, hasta aterrizar en la tortillería del rumbo hasta donde mi madre me enviaba, en punto de la una y media, por un kilo y cuarto de redondeces calientitas y esponjadas. Ahí, parada en la interminable retahíla de prójimos en busca de lo propio, estoy segura que comencé a desarrollar no sólo mi preclara capacidad de observación, sino muchas de mis primeras nociones políticas y sociales.

Bajo el Sol inclemente que me freía la tatema y con las piernas acalambradas por el lento avance de la fila, tomé nota puntual de la vecina que nunca boleaba sus zapatos, de la que no se quitaba el mandil para salir, de la que tenía várices en estado terminal, de la que siempre traía las medias con los hilos corridos, de la que le urgía un recorte de pelo para desterrarse la orzuela y de la que siempre presumía sus primores manuales convertidos en servilleta. Pero también supe de la influyente que con su bullanguera retórica conseguía que la despachadora la atendiera de volada, de la corrupta que se colaba por un ladito y depositaba una jícama con limón y chile sobre el mostrador, de la subversiva que se pronunciaba contra tan insanas prácticas y de las pasivas resignadas que, como yo, asumíamos que así eran las costumbres y que nada podía hacerse por erradicarlas, sin ser calificadas por el vecindario entero como alborotadoras insurrectas.

En la cola de las tortillas asimilé, sin duda, toda la sociología, psicología y civismo que se me pelaron en la escuela, y aunque siento que desde entonces expié todos mis pecados con los episodios de la compra diaria, acepto que vivimos tiempos de recalentadas y extraño esos expendios hoy desaparecidos y los chirridos de aquellos armatostes que llenaban el ambiente sonoro y olfativo de las calles.
 

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